1.
Un rey se enamoró locamente de
una joven esclava y ordenó que la trasladaran a palacio. Había proyectado
desposarla y hacerla su mujer favorita.
Pero,
de un modo misterioso la joven se puso gravemente enferma el mismo día en que
puso sus pies en el palacio.
Su
estado fue empeorando progresivamente. Se le aplicaron todos los remedios
conocidos, pero sin ningún éxito. Y la pobre muchacha se debatía ahora entre la
vida y la muerte.
Desesperado, el
rey ofreció la mitad de su reino a quien fuera capaz de curarla. Pero nadie
intentaba curar una enfermedad a la que no habían encontrado remedio los
mejores médicos del reino.
Por fin, se presentó un “médico no ortodoxo”
que pidió le dejaran ver a la joven a solas. Después de hablar con ella durante
una hora, se presentó ante el rey que aguardaba ansioso su dictamen.
“Majestad,
dijo el médico no ortodoxo, la verdad es que tengo un remedio infalible para la
muchacha. Y tan seguro estoy de su eficacia que, si no tuviera éxito, estaría
dispuesto a aceptar ser decapitado. Ahora bien, el remedio que propongo por lo
que veo, es sumamente doloroso…pero no para la muchacha, sino para usted
Majestad”.
Dime,
qué remedio es ése, gritó el rey, y le será aplicado cueste lo que cueste.
El
“médico no ortodoxo” miró compasivamente al rey y le dijo: “La muchacha está
enamorada de uno de vuestros criados. Dadle vuestro permiso para casarse con él
y sanará inmediatamente”.
El
rey quedó mirando al “médico no ortodoxo” y pensó: “Si bien, la deseo demasiado
para dejarla marchar. Amo demasiado a la muchacha para dejarla morir”.
( … ) El
verdadero amor consiste en dar sin esperar nada a cambio. Si tú has amado
alguna vez así, realmente has amado con un amor verdadero.
2.
Se hallaba un sacerdote
sentado en su escritorio, justo a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De
pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vió como la
gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una
represa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El
sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él
vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero
consiguió decirse a sí mismo: “Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia , y se me
ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás,
sino
quedarme aquí y confiar en que
la providencia de Dios me ha de salvar."
Cuando
el agua llegaba ya a la altura de su ventana, paso por allí una barca llena de
gente. "¡Salte adentro Padre!", le gritaron.
No hijos
míos", respondió el sacerdote lleno de confianza. "Yo, confío en que
me salve la providencia de Dios".
El sacerdote
subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de
gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él
volvió a negarse.
Entonces, se
subió a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas,
llegó un agente de policía a rescatarlo con un deslizador. "Muchas
gracias, agente", le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente,
"pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme".
Cuando el
sacerdote se ahogó y se fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante
Dios: "¡Yo confiaba en ti!" ¿Por qué no hiciste nada por salvarme?
"Bueno",
le dijo Dios, “la verdad es que te envié hasta tres botes ¿no lo recuerdas?”
( … ) Debemos
comprender el amor de Dios para reconocer sus manifestaciones.
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