domingo, 17 de agosto de 2014

Para Poder Comprender la Realidad

1.  Un rey se enamoró locamente de una joven esclava y ordenó que la trasladaran a palacio. Había proyectado desposarla y hacerla su mujer favorita.

Pero, de un modo misterioso la joven se puso gravemente enferma el mismo día en que puso sus pies en el palacio.

Su estado fue empeorando progresivamente. Se le aplicaron todos los remedios conocidos, pero sin ningún éxito. Y la pobre muchacha se debatía ahora entre la vida y la muerte.

  Desesperado, el rey ofreció la mitad de su reino a quien fuera capaz de curarla. Pero nadie intentaba curar una enfermedad a la que no habían encontrado remedio los mejores médicos del reino.

  Por fin, se presentó un “médico no ortodoxo” que pidió le dejaran ver a la joven a solas. Después de hablar con ella durante una hora, se presentó ante el rey que aguardaba ansioso su dictamen.

“Majestad, dijo el médico no ortodoxo, la verdad es que tengo un remedio infalible para la muchacha. Y tan seguro estoy de su eficacia que, si no tuviera éxito, estaría dispuesto a aceptar ser decapitado. Ahora bien, el remedio que propongo por lo que veo, es sumamente doloroso…pero no para la muchacha, sino para usted Majestad”.

Dime, qué remedio es ése, gritó el rey, y le será aplicado cueste lo que cueste.

El “médico no ortodoxo” miró compasivamente al rey y le dijo: “La muchacha está enamorada de uno de vuestros criados. Dadle vuestro permiso para casarse con él y sanará inmediatamente”.

El rey quedó mirando al “médico no ortodoxo” y pensó: “Si bien, la deseo demasiado para dejarla marchar. Amo demasiado a la muchacha para dejarla morir”.



( … ) El verdadero amor consiste en dar sin esperar nada a cambio. Si tú has amado alguna vez así, realmente has amado con un amor verdadero.



2.  Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, justo a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vió como la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una represa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.

El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: “Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar."

Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, paso por allí una barca llena de gente. "¡Salte adentro Padre!", le gritaron.

      No hijos míos", respondió el sacerdote lleno de confianza. "Yo, confío en que me salve la providencia de Dios".

     El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él volvió a negarse.

     Entonces, se subió a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con un deslizador. "Muchas gracias, agente", le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, "pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme".

     Cuando el sacerdote se ahogó y se fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante Dios: "¡Yo confiaba en ti!" ¿Por qué no hiciste nada por salvarme?

     "Bueno", le dijo Dios, “la verdad es que te envié hasta tres botes ¿no lo recuerdas?”


( … ) Debemos comprender el amor de Dios para reconocer sus manifestaciones.

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